Comentario
Aunque el clero era un grupo humano definido por la función religiosa y unido por creencias y obediencias, estaba internamente dividido por la posición económica y la extracción social de sus miembros. En la dirección de la Iglesia había en la Corona dos arzobispos (el de Tarragona y el de Zaragoza) y un conjunto de obispos, procedentes, en general, de las filas de la alta nobleza y de la propia familia real; unas jerarquías intermedias de canónigos, abades y priores, que dirigían instituciones clave de la Iglesia o colaboraban con la alta jerarquía en el gobierno, y que procedían de la pequeña nobleza y los grupos altos de la ciudades, y el bajo clero (frailes, monjes y clero parroquial), que integraba las filas del monacato (cluniacenses, cistercienses), de las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, mercedarios) y el grueso del clero secular, que se ocupaba de los feligreses en el marco de las parroquias rurales y urbanas. El bajo clero procedía de familias campesinas acomodadas y del artesanado urbano.
Desde los siglos XI y XII, la Iglesia era el principal sostén de la monarquía, a la que ayudó incluso cuando la incorporación de Sicilia valió a Pedro el Grande la excomunión (1282). Cuando a finales del siglo XIII ya era evidente que las rentas del patrimonio real resultaban insuficientes para desarrollar la política exterior que la situación aconsejaba, las abundantes riquezas de la Iglesia, formadas de dominios y señoríos con sus rentas (sólo en Cataluña un tercio de los hogares pertenecía al señorío de la Iglesia), y de tributos eclesiásticos (el diezmo), atrajeron la atención del monarca.
Con el pretexto de organizar una cruzada contra los musulmanes, Jaime II obtuvo entonces (1295) del papa Bonifacio VIII autorización para quedarse con la décima parte de los ingresos de los eclesiásticos de la Corona, situación que se perpetuó para el resto del período medieval. A pesar de esta punción en las rentas de la Iglesia, la relación armoniosa de la institución con la monarquía se mantuvo, y, durante el siglo XIV, el estamento eclesiástico sostuvo al rey en las Cortes y no dudó en votar, junto al brazo real, la concesión de subsidios extraordinarios y donativos con los que sufragar los gastos crecientes de la política real. A cambio, el clero obtuvo la confirmación de sus privilegios. Los dirigentes de la Iglesia (arzobispos, obispos, arcedianos, abades y comendadores de las órdenes militares), en los distintos reinos de la Corona, formaban el brazo eclesiástico de las Cortes, y los jerarcas más importantes se integraban en el consejo real.
Cuando desde mediados del siglo XV los reyes Trastámara de la Corona desarrollaron en Cataluña una política filopopular de sostén de las reivindicaciones campesinas y de las clases medias urbanas, el alto clero catalán, que poseía enormes intereses agrarios, se dividió: el canónigo barcelonés Felip de Malla, diputado de la Generalitat, se distinguió por su oposición a Alfonso el Magnánimo, mientras que Joan Margarit, obispo de Elna y Gerona, dio acogida a la reina Juana Enríquez y al príncipe Fernando (futuro Fernando II el Católico) cuando la Generalitat se levantó en armas contra la monarquía.